sábado, 21 de febrero de 2015

Contrastes de Vietnam (III)



 
Hué.
Vietnam Centro


  
Los miembros de la tribu cham (minoría étnica de religión musulmana), fueron obligados a vivir en poblados ocultos en la selva hasta que fueron reclutados por el Frente de Liberación Nacional para el aprovisionamiento de munición. Al acabar la guerra, quienes no huyeron a la India o Malasia acabaron en reservas indígenas, donde a día de hoy practican sus costumbres, labran el campo y desarrollan su modesta artesanía textil. Y no deja de ser curioso -pensamos mientras caminamos entre niños medio desnudos y gallinas-, que en estas humildes chozas de madera y paja haya televisión y antena parabólica. Las formas del control se han adaptado, igual que en Occidente, a la tecnología. No hay sedante mejor que los rayos que salen de los tubos catódicos e inyectan en las córneas la ilusión de una existencia amable, diabética, de lo edulcorada.




Recuerdos de nuestro viaje a Vietnam en 2010.
 

jueves, 12 de febrero de 2015

Contrastes de Vietnam (II)



 

 
Hué.
Vietnam Centro.


En el centro de la república sentimos el temor de los campesinos que vivieron en el entramado de túneles abiertos en las piedras, que rezaron a diario a sus dioses para que los americanos no entraran con cargas explosivas y para sobrellevar más tiempo su vida de animales, pese al dolor, el hambre, la incertidumbre y el miedo reinantes en esta oscuridad tan densa que hasta puede comerse.

Contemplamos la exuberancia de la naturaleza y no damos crédito a que medio siglo antes se hubiesen producido matanzas aquí, como si la belleza fuera una barrera infranqueable para el exterminio. Pero los cráteres de las bombas en medio de los arrozales lo confirma. En ellos aprendieron a nadar los niños de varias generaciones, y algunos -los más hondos- se han convertido en prósperas piscifactorías.

Si los americanos perdieron el combate se debió al espíritu irredento del pueblo oriental, a la alquimia de su carácter, que transforma el gusano de la muerte en un vuelo de vida. La muerte se deja sentir a un lado y otro de la carretera. Separadas por el asfalto, las tumbas y pagodas de miles de soldados y campesinos comparten la tierra y escuchan un mismo coro de lágrimas: la triste partitura que escribieron, para viudas y huérfanos, las troneras de la 173ª Brigada Aerotransportada. Miramos en silencio las cruces oxidadas y las flores de loto. No fue una guerra de misiles, sino de soledades.


Recuerdos de nuestro viaje a Vietnam en 2010

viernes, 6 de febrero de 2015

Reseña de mi novela, Inercia, en Estado Crítico




Luis Manuel Ruiz:

De un tiempo a esta parte, se ha generalizado el uso del término “distopía” para referirse a un subgénero de la ciencia ficción caracterizado por la profecía y el pesimismo. La palabra es una distorsión de otro neologismo venerable que acuñó Thomas More en el siglo XVI, y en el que quiso encerrar la nobleza de aspiraciones de quienes desean vivir en un mundo más cómodo y solidario: “utopía”. La utopía clásica, encarnada en el texto de More (o Moro), y luego en los de Campanella, Bacon, Butler, Proudhon, es una obra de esperanza: nuestro mundo es malo, la situación que padecemos resulta difícil de soportar, pero mañana, cuando otros hombres más 
cabales tomen el control de nuestros asuntos, todo se volverá distinto. Contrariamente, la distopía apuesta por la derrota. El futuro que pintan los referentes fundacionales (Huxley, Orwell, Bradbury) consiste en un infierno retorcido donde se ahondan y amplifican los males del ahora: hay menos lugar en sus páginas para la confianza que para el aviso. Las recientes conmociones económicas y sociales que ha sufrido el capitalismo explican el éxito que favorece en nuestros días a esta forma de la literatura fantástica; baste reseñar que una antología de textos catastrofistas, Mañana todavía (Fantascy) ha sido uno de los libros más vendidos el año pasado en el ámbito de la ciencia ficción española. Con matices, puede considerarse que Inercia, la novela que reseño hoy, es también una distopía.

Ariadna G. García ha escogido el aeropuerto como metáfora del mundo que quiere denunciar. Una elección de curioso acierto: porque el aeropuerto, ese no-lugar, ese enclave situado en el centro de ninguna parte, donde la gente ya no está, sino que siempre se dirige mucho más lejos, constituye un perfecto reflejo de nuestra posmodernidad líquida. El aeropuerto es la patria del aire, donde, lentamente, se forman las nubes; el portal del espacio aéreo internacional, la tierra de nadie, en que todos podemos ser otra cosa, hacernos a nosotros mismos, sin las rémoras que nos imponen el nombre, la genealogía, el código civil; el aeropuerto es el pasaporte a la libertad, al comienzo de una nueva vida, tal vez plena, que nos depure de los sinsabores y la ceniza de la que llevamos arrastrada hasta este punto. 
Y sobre pasaportes, precisamente, versa también la parábola de la autora: aeropuerto y pasaportes, la pista de despegue hacia el otro mundo y lo que la bloquea. En un futuro indeterminado pero próximo, que se reconoce sin dificultad, un grupo de personajes intercambiables coinciden en la terminal internacional de Barajas. La España y el planeta Tierra que estos seres habitan son los nuestros pero no son los nuestros: son estos de aquí y ahora deformados por los malos hábitos y el lento declive de la corrupción moral. La ley de inmigración se ha endurecido hasta puntos insoportables, convirtiendo los viajes en un calvario de visados, registros, hologramas; el mercado laboral es una jungla sangrienta, donde pocos pueden conservar intacta la salud de su contrato; la vida en las ciudades, de las que muchos huyen espantados, se ve estrangulada por las tenazas opuestas del vandalismo y el control policial del Estado. Un mundo crepuscular, angosto, que ofrece pocas esperanzas y pocas posibilidades de respirar a gusto: y que motiva que haya tantas personas que busquen las alturas, donde es más abundante el oxígeno.

Inercia es una novela coral, de múltiples personajes. Sobre el escenario de apocalipsis social y político, en el contexto hermético del aeropuerto, las vidas sin cuajar de varios personajes tratan de encontrar definición, de ser del todo, deslizándose bajo la gran máquina del presente que trata de aplastarlos. Un agente de seguridad que se enamora de una compañera de trabajo; un inmigrante ilegal que espera reunirse algún día con su familia; un controlador abrumado por su paso por diversos ETT que estudia para convertirse en funcionario; unas terroristas alumbradas por un oscuro horizonte; mafiosos, azafatas, camareros. Pequeñas teselas de un mosaico mayor y más rotundo, que se revela a través de los detalles y las esquinas, eludiendo siempre, eso sí, el aleccionamiento directo al lector. La estructura, forzosamente, es quebrada: para seguir la estela de su muchedumbre de criaturas, la autora ha de variar repetidamente el foco de atención y alterar su perspectiva, ofreciéndonos tomas simultáneas, yuxtapuestas, de la sala de almacenes y la cantina, del amor y la indiferencia, la miseria y el heroísmo, el presente negro y el futuro peor.

Ariadna G. García es mayormente poeta, y esto se muestra a las claras en su primera novela. El cuidado en el idioma, en la elección de adjetivos y la búsqueda de la metáfora apropiada (siempre visual y de una rara contundencia) aportan valor al relato, que no por fantástico o distópico ha de plegarse (ay) a los peores hábitos estilísticos de los subgéneros. Muy al contrario: salpicando sus episodios de ocasionales tonos líricos, García ha conseguido una novela extrañamente emotiva, que horroriza y seduce a la vez, y donde la crudeza turbia de lo que cuenta se ve apaciguada, y aun iluminada, por el brillo de la prosa. Que da gusto leerla, vamos.

(Reseña publicada en Estado Crítico, enlace, aquí.) 


lunes, 2 de febrero de 2015

La Fiera



 
La Fiera. Sloper. 2014. 68 paginas. Premio Ciutat de Palma Joan Alcover, 2013.

Ben Clark es autor de una obra poética copiosa, recogida en once libros. Entre sus poemarios destacan Los hijos de los hijos de la ira (Hiperión, 2006), Basura (Editorial Delirio, 2011), Mantener la cadena de frío (Pre-Textos, 2012; en coautoría con Andrés Catalán) y este último que reseño hoy La Fiera (Sloper, 2014). Cosecha premios del calibre del Hiperión, el Poesía Joven de RNE y el Ojo Crítico.

No puedo dejar de señalar que hacía tiempo que andaba detrás de La Fiera. El título me resultaba no ya sólo evocador (metáfora de la condición humana en época de crisis), sino incluso transgresor de una estética, del imaginario y del ritmo líricos a los que estamos habituados. Y he decir que no me equivoqué –o apenas algo– en mis intuiciones.  La Fiera da zarpazos a su libro anterior (una obra formalmente correcta, pero un tanto insípida), para ofrecernos un mundo renovado, lleno de imágenes poderosas, descrito con un léxico primitivo y ancestral, que sublima el tono desgarrado sin ceder a la pulsión de la ternura. Así, Ben Clark nos retrotrae a los primeros hombres de sus cuevas, al origen, para preguntarse si nuestros antepasados estarían orgullosos de la evolución humana –pese a sus innumerables errores– de saber que al final del recorrido estarías tú. Esta dislocación espacio-temporal, que tanto se agradece, adquiere una dimensión crítica en el poema que da título al libro, donde se enfrenta nuestro modelo de vida civilizado –domesticado, represivo– con las pasiones animales que recorren nuestro mapa genético. Este contraste entre el embrutecimiento y la mansedumbre vertebra mi poema favorito del libro: “Über den Prozeb der Zivilisation”, no ya por el tema (que también: el poder redentor de la persona amada, de cuño tan romántico –cuando no cortesano-provenzal–), sino por la sincera pintura de la compleja e inestable condición humana: “Pero guárdate mucho de este bicho/ cuando pasen los días/ y falta el sol y los amigos mengüen/ y se amontonen, sucios, los solsticios/ en la casa cerrada. No te harán/ tanta gracia sus dientes ni sus uñas,/ los reproches antiguos, otros nuevos…la bestia que ama bestia y que hace daño,/ que mata y que devora por instinto,/ pero también, también el animal/ que una mano, tu mano sola, puede/ conducir de la jungla hasta el poblado/ a jugar con los niños”. 

Me gustan menos algunos de los poemas finales, entre otras cosas, porque rompen la atmósfera mítica del poemario, la coherencia estética. Me refiero a “Si llega el fin del mundo”, “WR 104” o “Cubierto”.

Por último, destaco en La Fiera la coherencia fondo-forma de los demás poemas, que transmiten la violencia semántica a través de un ritmo entrecortado (al clásico binomio endecasílabo-heptasílabo Ben Clark suma en un mismo poema alejandrinos y versos libres), de un campo semántico agresivo (“matar”, “aterrorizar”, “atroz”, “aullando”, “grito”, “furia”…) y de las aliteraciones del fonema /r/.

La Fiera es uno de los poemarios más originales del 2014, de belleza extraña y cautivadora. Pónganlo en su punto de mira.


(Esta reseña ha sido publicada en el blog La Tormenta en un vaso. Enlace, aquí)