Aníbal se
frotó las bolsas de los ojos. Apenas había dormido en toda la noche.
Su gata
dormía abrazada a él cuando su brusca incorporación la hizo bajar de un salto
de la cama.
Oscuridad.
Silencio.
Cada noche,
desde hacía algún tiempo, el vigilante se despertaba de madrugada con los ojos
humedecidos. Siempre lo zarandeaba la misma pesadilla. Y el despertar no lo
calmaba. Al contrario. Sentado medio desnudo sobre el colchón, sentía pánico.
Se imaginaba un cielo salpicado por cien mil estrellas, un espacio infinito
donde bailaban miles de constelaciones. Una negrura inabarcable. Fría.
Solitaria.
Su
futuro. El futuro de todos.
Sabía que llegado el momento no volvería a pronunciar la palabra madre; ni el nombre de su gata
o de su perro: Argos, Brisa.
Sabía que una noche ni siquiera existiría él.
Temblaba, pero no de frío. Y eso que dormía sin pijama en el mes de
enero, y que su chalet se encontraba en el corazón de una finca justo en medio
de un terreno pelado.
Se puso un pantalón de chándal y una camiseta y salió a que lo
abofeteara el aire. Su perro le siguió hasta el cobertizo donde guardaba las
herramientas con la que araba el huerto. Cultivaba hortalizas y árboles
frutales. Y es que vivía a kilómetros del primer supermercado. Le gustaba ser
autosuficiente. Quizás porque no era demasiado social. Sin duda, era un líder
dentro del aeropuerto, pero la gente le acababa decepcionando. Por eso vivía
apartado. Sólo se fiaba de sus animales. Jamás le habían fallado. En sus
tierras, además, tenía cuanto necesitaba.
Tras hurgar
un rato entre útiles y máquinas, Aníbal cogió un viejo rastrillo de madera y se
dirigió a un lateral de la finca lleno de arbustos, kilos de arena y piedras: su
propio jardín zen.
El perro, sentado sobre sus patas, lo veía en la distancia dibujar delicadas
hondas bajo el cielo estrellado. Sólo así, sintiendo cómo el aire y el frío le
mordían la piel, cómo el cuerpo se doblaba sobre la tierra, lograba serenarse.
Sólo así se
sabía vivo.
(Fragmento de mi novela Inercia, Baile del Sol, 2014)