Nota de la contracubierta:
Una España futura al borde de entregar sus votos a un
partido neofascista. Un aeropuerto. Dos intrusas que se cuelan en las
instalaciones para realizar una misión. Una lista de pasajeros sospechosos de
haber contratado una mafia. Un cuerpo de vigilantes contratado para impedir que
embarquen. El aeropuerto sirve de lugar de encuentro a personajes de distintas
clases sociales y de varios países que tratan de sobrevivir a su tiempo como
pueden. Trabajadores y pasajeros constituyen el duro mosaico de las
consecuencias de la globalización. Sobresale un personaje por encima del resto,
Aníbal, responsable del control documental en las puertas de embarque, marcado
por una infancia violenta, que carga sobre sus espaldas con el peso de una
duda: ¿prefiere escuchar la voz que lo convierte en un hombre individualista o
aquella otra que lo convierte en un ciudadano que se involucra? De su decisión
depende el destino de varios "irregulares" que tratan de rehacer sus
vidas bajo nuevas banderas.
Algunas consideraciones mías:
Escribía “Azorín” en La voluntad: “Yo veo que todos hablamos de
regeneración… pero no pasamos de estos deseos platónicos… ¡Hay que marchar! Y no
se marcha… los viejos son escépticos… los jóvenes no quieren ser románticos…” Estamos en 1902, el destino de
España se vislumbra trágico “si no se cambia todo”. El joven escritor (de 29 años)
ve en la abulia y en la falta de acción el cáncer del país y de su atraso
socio-cultural, industrial y científico: “Y yo no sé qué es más bochornoso: si
la iniquidad de los unos, o la mansedumbre de los otros”. Por ello, apelaba a
la acción de la ciudadanía para construir entre todos un estado civil más
justo: “¡El reino de la justicia no puede venir por una inercia y una pasividad
suicidas! Contemplar inertes cómo las iniquidades se cometen, es una
inmoralidad enorme. ¿Por qué hemos de sufrir, resignados, que la violencia se
cometa?”.
En El árbol de la ciencia (1911), un Pío Baroja de 39 años
proponía dos soluciones prácticas ante la vida: “o la abstención y la
contemplación indiferente de todo; o la acción limitándose a un círculo
pequeño”.
Ambos novelistas parecen interpelarnos. Un siglo más
tarde, España vuelve a necesitar un cambio. Y los escritores debemos, como
pedía Mariano José de Larra, hablar de nuestro tiempo e implicarnos en él. A
mis 37 años, como antes que yo Baroja y “Azorín”, he llevado a la novela no ya
sólo una crisis social y de valores, sino también la doble encrucijada de los
actos: la aceptación y normalización de las prácticas excluyentes y de la
negación de derechos; o su contrario: la resistencia activa. Y en cuanto a
ésta, también enfrento dos opciones: la pacífica y la violenta. Yo dejo actuar
a mis criaturas a sus anchas por el aeropuerto, espacio simbólico del que ya hablaré
algún día. No intervengo en la obra. Así pues, será el lector quien decida con
qué carta quedarse.