A los obispos españoles
Nuestros padres votaron
con sus manos de fresa estallando en el aire como ramas
una Constitución para nosotros
–un acuario sin redes–,
y con sus propios brazos
–con voluntad de dique–
levantaron a pulso un parlamento
para que legislase
según los intereses
de nuestros corazones.
Hace tiempo que pedimos
el fin de la injusticia:
el reconocimiento
de un amor perseguido por la duda,
sometido a sospecha. Era el amor
una razón de Estado.
Se
logró.
Pero hay tipos que aún ponen cerrojos al alba.
Ved:
una
catarata de metal o silencio
es su lengua extendida hacia nosotros.
En sus tendones crecen
caracolas sin alma
como bosques talados.
Encienden partituras
en la alcoba del ojo,
pero son sus promesas
gaviotas con el pecho
partido por lo amargo de la ausencia,
como alfombras de agua.
Y mientras,
en
las calles
de una ciudad distinta a la esperada
por aquellos que ponen
a sus vidas un toldo
para evitar el filtro de la luz,
la danza de la lluvia,
la verbena del polen…
corretean:
los abrazos caídos con forma de planeta,
matrimonios de hombres o mujeres
–algunos ya con hijos–
que viven en sus casas,
los gemidos nocturnos
de cisnes incendiando las cortinas del cuerpo,
películas, canciones, libros, series…
que tonifican, dan volumen (forma)
a los abdominales más endebles
de nuestra sociedad.
Y
pese al cambio,
esta Iglesia no mueve sus peones
sobre el tablero a cuadros del destino.
A veces me pregunto
por esa cobardía
disfrazada de espuela;
si este reino de erizos
se construyó con opio.
No entenderé en la vida
la falta de conciencia de su tiempo
que tienen los prelados.
(De mi libro de poemas Helio, de próxima publicación)
Uno de nuestros obispos homófobos, el de Alcalá:
Juan Antonio Reig